Page 36 - Braña
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de su cabaña “vaques comuñeres”, de propiedad compartida con los Arroyo y otros
        acaudalados. Por ello subían a enverangar, en una trashumancia en cierto modo
        semejante a la de los vaqueiros de alzada, a sus distantes majadas de Brañagallones,
        Valdebezón, Cerreu o Vega Pociellu, permaneciendo allí al albur de la climatología,
        generalmente desde avanzado abril hasta el otoño.


        Los quehaceres no se reducían al pastoreo de los ganados, se complementaba con
        la elaboración de madreñas, alguna saca de xanzana -los de Sotu y Belerda- la
        caza furtiva a la que la necesidad obligaba, la pesca, y todo lo que de aprovechable
        otorgaba la Naturaleza, aunque también había ocasión de esparcimiento cuando
        la  tarde  declinaba:  el  juego  de  los  bolos,  la  ancestral  gocha  peza,  el  conciliar  o
        tertulia a la lumbre escuchando aventuras y consejos de los ancianos. Cuando se
        necesitaba pan, vino o tabaco, algún pastor cruzaba las montañas con su caballería
        al lugar de Isoba, en la provincia de León.

        En suma, el control del ganado, mecer las vacas, recoger la cabrada, reparar los
        desperfectos de las cabañas, mantener a raya las escobas y otras invasoras del
        pasto, hacer alguna manteca -mazando la leche en el ballicu y dejándola serenar en
        el arrudu-, montando daqué lazu para comer montés, sacar algún cestau de truchas
        en el río y, aunque seguramente olvido mil tareas, por encima de todo, la industria
        madreñera, eran las principales ocupaciones durante la larga estancia en aquellos
        parajes. La bolera, la gocha y los cantares mitigaban el largo enverangar.

        El vaquero se convierte en artesano en las alturas, tal vez porque nunca dejó de
        serlo abajo, cuando la luz del verano agranda las jornadas. Días interminables
        examinando con buen tino el árbol adecuado para convertir su materia en la
        madreña y en otros mil preseos necesarios. Hendiendo el tronco con el hacha o el
        tronzón y desbastándolo, para convertirlo en tayón, siendo las mujeres, que tenían
        especial relevancia en la majada, quienes acarreaban éstos desde el árbol caído en
        los resistentes jumentos - y hasta en sus propios hombros, “al llombu” a la cabaña,
        donde las diestras manos campesinas obraban el milagro de aponer, azolar, taladrar,
        raspiar desbocar, dibujar, pintar y ferrar, entonces con tarucos o con clavos, para
        finalmente afumar las madreñas y bajarlas en sacos al pueblo, donde los comerciantes
        e intermediarios se las quitaban de las manos; cuando se demandaban grandes
        cantidades por los intermediarios se bajaban sin despachar, únicamente taladradas.
        Cuentan que 25.000 pares acopió Ceferino Fernández en un solo año, allá cuando
        adquirió la gran subasta del monte Redes; Vidal Ruiz, José Diego, Manuel Lozano,
        Elías, Felipe y César en Sotu, y unos cuantos más comercializaban la madreña en un
        tiempo que dio inusitada vida a todo el valle de Sobrecastiellu.
        Y en cada portal se afanaban los madreñeros con su indispensable taladrera y potru
        o banco de trabajo, cuando no en los más secretos abrigos, chabolas y cuevas,
        opacos al control del guardabosque. Hasta se recuerda el tendejón que se ubicó un
        verano en el centro de la pradera con motivo de una importante subasta adjudicada
        a Elías Martínez en Redes. En aquella barraca, levantada con postes de madera y


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