Page 19 - Braña
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Viaje al paraíso: Brañagallones
tributa. Escenario, a su vez, de elevado significado histórico, en el que la toponimia
resulta meridianamente diáfana y quiere evocar la existencia de un monasterio en
siglos remotos, transmitida por la memoria colectiva de los predecesores. En ello
nos vamos a detener, pues los anales parecen querer unir en el siglo XII a estas aldeas
de Sotu, Belerda y Bezanes, copartícipes solidarios en la explotación del pastizal.
Sabido es que en el año 1142 Alfonso VII donó al el guerrero Martín Díaz la villa de
Tarna para que fundase allí un albergue, un “hospitium transeuntibus” que diese
cobijo a los peregrinos y caminantes que franqueaban el puerto; posteriormente, el
mismo Martín recibirá del emperador la iglesia de Santa María de Belerda con sus
propiedades, en recompensa por acompañarle en la fugaz conquista de Córdoba,
acaecida en 1146. Unos años después, en el 1165, será el rey Fernando II quien,
demandando el remedio de su alma, done a la abadía de Eslonza la iglesia de San
Salvador, con sus pertenencias. Martín Díaz le secundará en 1171 entregando Santa
María de Belerda y demás heredades, las recibidas del emperador y las que él había
adquirido o recibido de sus padres y abuelos, al mismo monasterio. De tal manera
entrarán Sobrecastiellu y Tarna, bajo la influencia de los monjes benedictinos de San
Pedro de Eslonza, ubicado en las llanadas de Santa Olaja, provincia de León, a unos
120 km de Bezanes. Una relación prolongada durante casi siete siglos que finalizaría
en 1836 con la desamortización de los bienes del clero regular para incorporarlos
al Estado. No confundir con la presencia de las monjas de Santa María de la Vega
(Oviedo), que también tuvo buenas utilidades por estos pagos (los quesos asaderos
del siglo XIV, testimonio de nuestra longeva identidad quesera) y dejó señales de su
vinculación en la toponimia y las leyendas.
Esta cronología recogida en amarillentos pergaminos que conserva el Archivo
Histórico Nacional, nos permite asociar el río a los monjes del desaparecido convento
de San Pedro de Eslonza. Serían las tierras del monasterio, perviviendo el recuerdo de
esa larga noche en el nombre del propio río. Mas cuando Fernando II dona a Eslonza
la iglesia de San Salvador parece estar describiendo un núcleo monacal ubicado
“in Supercastellum, discurrente flumine Nilone”, con sus prados, pozos de pesca,
molinos, árboles, pastos (“pratis, piscariis, molendinis...”) y las “covas mellifluas”, de
las que hablaremos. Una sociedad de vasallos que se sustentaba en la explotación del
entorno, sometida desde ese momento a la jurisdicción monacal de Eslonza, gentes
de nombres olvidados que fueron moldeando este escenario que hoy nos cautiva,
domesticando la naturaleza, humanizándola, desbrozando los pastos y cerrando los
prados, abriendo los caminos y sembrando los panes para alimento de la creciente
población que con los siglos habitaría la comarca, hasta que el Océano devoró a sus
hijos y la mudanza de las horas vaya cerrando puertas y ventanas.
Si existió un monasterio en la ubicación del actual cementerio y de la vieja
iglesia desaparecida tras la postguerra, parece darnos una pista más certera otro
interesantísimo pergamino datado en 1191, por el que un propietario llamado
García Martínez, para alivio de sus pecados, hará igualmente donación a Eslonza
de todo cuanto poseía en Belerda, con sus montes, fuentes, ríos, prados, pastos,
presas, pesquerías, casas y solares, y especifica que se ubicaban tales heredades
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