Page 357 - San martín del Rey Aurelio
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Y salieron, vaya si salieron. Aquellas pequeñas excursiones al campo
            de los torneos, por encima del Rimadero, donde contaba la leyenda
            que el mismísimo Cid Campeador había contendido con su caballo,
            Bavieca, y sus espadas, Tizona y Colada, portando en su brazo el pa-
            ñuelo de su amada doña Jimena. Allí simulamos las luchas medievales
            cual esforzados caballeros defendiendo el honor de... qué más daba,
            el de una hermana, de una amiga o del cura del pueblo si hacía falta.


            Y luego un poco más arriba, a la Garigüela, donde vivían los abuelos
            de Jorge, a revolcarse por aquellos prados, dolor de cabeza de ma-
            dres, que luego no había quien quitase las manchas de verdín.

            En los días más atrevidos, la subida continuaba hasta la Campeta,
            allí donde se decía que en los días despejados se veía el mar. Ningu-
            no de los dos recordaba haberlo visto, tal vez que nunca coincidió
            un día de cielos tan limpios, tal vez porque haría falta un telescopio
            para ver algo tan lejano. El bar de la Hinchada era la última parada
            para tomar un refresco antes de reanudar la bajada.


            Aquellos paseos en una naturaleza limpia, entre castaños y algún
            matorral que dejaba recuerdo en el pantalón o en la propia piel,
            aquel aire puro, el olor a hierba fresca, los pájaros, sus niales, tam-
            bién alguna que otra culebra inofensiva. Se sentían como heroicos
            exploradores cruzando el Amazonas o alguna de las selvas agrestes
            y fantásticas que narraban sus cuentos de aventuras.

            Otro recuerdo imborrable, ya que forma parte de “algo especial”,
            cosa que, en los tiempos que corren es difícil, ya que, desgraciada-
            mente, ni hay estaciones ni casi nada. Todos los días “son fiesta”. Ese
            recuerdo es la sesión de cine de los domingos, a las tres, con entra-
            das gratis que les daba Pelayo Camporro, capataz grande, gordo, ro-
            busto y entrañable. Solo tenía una pega, era del Madrid y del Oviedo.

            En lo que a Tito respecta, vecino de puerta con puerta, le regaló una
            equipación del Real Oviedo que, nunca jamás y un día (como dice
            su madre) se puso. Por este motivo, su padre le castigó sin salir unos
            cuantos días. Si hoy hiciéramos esto con un hijo, con toda seguridad
            nos denunciaría a la protectora de niños, o algo así.







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