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vamos de siglo. Llegó a tener 4.000 habitantes. Ahora apenas cuen-
ta con unos mil quinientos repartidos entre varios pueblos y aldeas
y quizás otros tantos residiendo en el extranjero. En mis viajes me he
encontrado casines en numerosos lugares. En Washington recuerdo
a una familia arraigada desde hacía varias décadas cuyos miem-
bros se desenvolvían, heredando sus puestos, como trabajadores
prestigiados en círculos diplomáticos.
Siempre, en cualquier lugar donde residen y trabajan los casines
son bien considerados. Se integran perfectamente y se muestran
nostálgicos de su tierra. Conocí y traté a algunos. Comprobé muy
bien su amabilidad. Se vuelcan en atenciones con todos y especial-
mente cuando se encuentran con paisanos que les aportan noticias
y recuerdos de su patria chica. Echan de menos, y no de extrañar,
la tierra donde nacieron, su gastronomía, su tradición de artesanos
y su tradicional hospitalidad. Los casines disfrutan mostrando con
orgullo a sus visitantes cuánto de interés ofrece su tierra, desde la
artesanía hasta el folklore que tanto reflejan las romerías típicas de
sus parroquias.
A la majestuosidad del paisaje, que responde plenamente a su con-
dición de reserva de la biosfera, hay que añadir la belleza y el tipis-
mo de sus pueblos y tradiciones junto el recuerdo de su rica historia,
que parte desde el tiempo de los romanos cuando se construyó la
primera senda que cruza el puerto de Tarna. El concejo, con una
economía básicamente ganadero, es la mejor muestra de la cul-
tura autóctona asturiana, forjada con el correr de los siglos por un
pueblo emprendedor y admirable en la convivencia, que quiere y
respeta su ámbito natural con admiración y cariño.
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