Page 530 - San martín del Rey Aurelio
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capas cortadas. En el centro permanecían herrumbrosas y embarra-
            das las vías del tren sobre las que caminábamos, como funambulis-
            tas, para orientarnos en la oscuridad pero... bastaba cualquier ruido
            o tropiezo para poner fin a nuestra aventura corriendo despavoridos
            hacia la luz.

            La trasmisión oral era aún el vehículo para legarnos cultura, hechos
            y creencias. En la parte trasera de esta casa, justo donde estaba la
            boca de la canalización subterránea del río de La Cerezal, al pie de
            los castañeos y junto a las derruidas instalaciones de la antigua casa
            de obreros, estaban las calderas del agua caliente de las duchas ce-
            badas, según los turnos, por Fonso Roces, Ángel Llaneza “Varilichi”
            y Senén “el de Veró”. Aquel espacio tenía un punto de aterrador que
            se incrementaba porque al calor de las calderas íbamos escuchan-
            do historias trasgos, cantos de lechuzas, cuélebres, chupasangres,
            fantasmas, vacas que daban cuerda a relojes… con las que los dos
            primeros alimentaban nuestra imaginación y miedos para que dejá-
            ramos el lugar, para su seguridad y la nuestra, y que los aspavientos
            y gritos del tercero, cuando nos tropezaba enredando por allí, nos
            parecían la personificación de alguno de los personajes que habían
            ido creando en nuestra mente. Angel varilichi Cañón quemo-i la ga-
            bardina en un cestón…-así comenzaba uno de sus innumerables re-
            latos. Irremediablemente volvíamos porque, además del río, había
            otro objeto atraía nuestra presencia allí: la moto que José “el de
            la Robella”. Estaba allí, aparcada, esperándonos. En ella realizamos
            nuestros primeros viajes, quedamos roncos de imitar su rugir y co-
            mimos las castañas mayucas que nos dejaba en las alforjas abiertas,
            sabedor de nuestros juegos, para el viaje.

            Con  menos  de  10  años,  nuestra estatura  no daba  para  superar  el
            antepecho de las ventanas de la nueva oficina. Si queríamos entrar
            debíamos permanecer y esperar a que nos vieran. Si ésta no era muy
            larga, y algo no se cruzaba en nuestro camino, solía aparecer Ramo-
            nín, el oficinista, e invitarnos a pasar. En los días fríos, era un lugar
            cálido, más aún por la alegría de que nos dejaran hacer rayas con la
            regla de madera y sus lápices mitad azul y mitad rojo o con aquel
            prodigio de la tecnología que fue un lápiz de tinta que se conseguía
            mojando la punta de la mina en saliva. Pasados los años, me permi-








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