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Onís en la memoria


               Llegaban de las aldeas ataviados con las mejores galas que su pobreza les
          permitía. Sobre todo, la gente moza se aderezaba y engalanaba a las mil maravillas,
          dado que eran éstas las únicas ocasiones en que se veían y se hablaban los novios
          y se apalabraban muchas bodas.
               Los romeros en la ermita acudían a hacer sus preces, peticiones, agradeci-
          mientos, siempre de acuerdo con su sencilla devoción. La imagen del santo o santa
          titular de la fiesta solía ser pequeña, mal acabada y -muchas veces- corroída por la
          carcoma y la polilla.
               Tras las visitas a la ermita, la misa y la procesión, la gente se daba a la fiesta y
          así se llegaba a la hora de la comida, cuando el sol estaba en lo más alto. La gente
          se distribuía en grupos a la sombra de los árboles. La leche, el queso, la manteca,
          los embutidos caseros, los pollos cocinados el día anterior, el arroz con leche, las
          frutas verdes y secas, buen pan y buena sidra, eran la materia ordinaria de estos
          banquetes campestres.
               Después se disponían las danzas que servían de ocupación el resto de la tarde.
          Hombres y mujeres formaban la suya por separado. Había algunas diferencias entre
          ellas. Se parecían en unirse todos los danzantes en rueda, cogidos de las manos y
          giraban en rededor en un movimiento lento y compasado, al son del canto.
               Al caer la tarde la romería va tocando a su fin. Aquí se canta y se danza, allí
          se juega a los bolos; unos tratan de amores, otros de intereses y contratos; éstos
          beben, aquellos ríen, los otros corren y -en fin- reina sobre la escena un espíritu de
          unión, de alegría y de júbilo que todo lo anima.
               Aún había censores que clamaban contra esas inocentes diversiones, cuan-
          do eran el único desahogo a la vida afanada y laboriosa de los pobres y honrados
          labradores, que trabajaban todo el año con la esperanza de disfrutar a lo largo del
          verano de tres o cuatro días alegres y divertidos.
               Terminaba yo mismo el texto para dicha revista de fiestas diciendo que mu-
          chos pueblos mantienen estas sencillas costumbres -adaptadas a nuestros días- las
          cuales representan todavía una imagen de esta envidiable y primitiva felicidad.
               Deseo que estas ya extensas líneas que “Asturias Actual: Nuestro Tiempo”
          lleva a su libro digital sobre el Concejo de Onís, sean un canto a la Naturaleza
          con mayúsculas porque, como si quisiésemos probar nuestra jerarquía sobre ella,
          la  dominamos,  violentamos  y  esquilmamos  incumpliendo  a  menudo  sus  fines.
          Nos desviamos de estaciones y ciclos; talamos, excavamos y extraemos del vientre
          del Planeta más de lo previsible, como si la libertad fuese un mito difuso que da
          derecho a todo.
               Abandonémonos a las perennes reencarnaciones de la Naturaleza; echémo-
          nos en brazos de la belleza que nos rodea: sombras y calores, fríos y aguaceros,
          vientos y serenos, auroras y crepúsculos; asombrémonos con las tonalidades mu-
          dables de los cielos y las policromías derivadas de la luz.
               En estos momentos de desesperanza colectiva de tantos pueblos y aldeas casi
          vacíos, saben muy bien los políticos que es cuando deben escuchar al pueblo y
          trabajar para que el desánimo se desactive, saben que en sus manos está la admi-

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